Por Federico Lorenz*
En los cerros barridos por el viento, en las islas Malvinas, se entiende la fuerza de la escuela. Marcados por la guerra, heridos por los cráteres y salpicados por los restos de la batalla, los montes silentes nos advierten que las ideas y los sentimientos construidos por y en la escuela pública argentina durante decenas de años no son ni una metáfora, ni una mala pesadilla, ni siquiera una evocación nostálgica de alguna gloria: son marcas de la historia. Esos sueños y deseos acunados por décadas en la cultura nacional se estrellaron allí, en lugares como el monte Longdon, o el Tumbledown, o la pradera de Darwin-Goose Green, contra la realidad del espacio agreste y la derrota. Miles de ilusiones yacen sepultadas entre las rocas de los cerros ásperos de las islas, encarnadas en los muertos pero también en las marcas en la memoria de los sobrevivientes. Pero antes de eso, llenaron cuadernos y ocuparon horas de actos y evocaciones en Córdoba, en Formosa, en Buenos Aires, en Tierra del Fuego, en cada provincia y localidad de Argentina. Malvinas no fue ninguna reacción espontánea o ciega al gesto de ningún titiritero: fue una respuesta histórica, en un momento determinado, surgida en diferentes elementos de la cultura política argentina. Pensar las cosas de otro modo es una banalización del lugar de las mujeres y los hombres en la Historia, pues los reduce a cabezas vacías pasibles de ser rellenadas a gusto y placer de cualquier poder de turno. En el extremo opuesto a esta asunción, que es un extendido prejuicio, los cerros obligan a preguntarse por la nación que imaginamos cuando fuimos a la guerra como país. En realidad, nos obligan a pensar que hubo muchas historias que tuvieron en el 2 de abril de 1982 un antes y un después. Y, sobre todo, nos llaman a reflexionar, a imaginar y a construir un país distinto. No un país que abandone las Malvinas, sino uno que quiera más a sus hijos, y que se ponga por Norte respetar sus vidas. Para nosotros, trabajadores de la educación, ésta es una preocupación cotidiana. Trabajamos para el futuro, Aprender (de) Malvinas Por Federico Lorenz* * Es licenciado en Historia por la Universidad de Luján y doctorando en Ciencias Sociales (UNGS-IDES). Además de publicar diversos artículos en revistas argentinas y extranjeras sobre la historia reciente y de publicar distintos trabajos en forma de libro, es autor de Las guerras por Malvinas (Edhasa, 2006). Fue Coordinador General y capacitador del CePA. Malvinas y escuela 6 para los nuevos, en algunos casos para los hijos de quienes combatieron en las islas. La educación pública no puede desentenderse de la responsabilidad que tuvo –y tiene– en el mantenimiento de la causa por la recuperación de las islas Malvinas. Por eso tampoco es una metáfora el mapa que tantas veces aprendimos a dibujar, que colgamos de carteleras o garabateamos en pizarrones y cuadernos, de cara al Atlántico, tumba de miles, porque no sólo los muertos del ARA General Belgrano yacen allí, sino también decenas de argentinos víctimas del terrorismo de Estado. Frente al mar, en el istmo de Darwin, ese país que nos imaginamos eterno y a la vez desgarrado se materializa en un viento inclemente, en unos guijarros batidos por las olas, tan parecidos a tantas playas del litoral continental, pero tan cargados de historia dolorosa y orgullosa como probablemente ninguna de ellas. Por supuesto que la escuela tampoco debe desentenderse de la responsabilidad que le cupo en la construcción de una cultura intolerante que redundó en el desprecio por las instituciones y, por supuesto, por la minimización de las vidas de quienes pensaban distinto. Malvinas abre una cantidad de preguntas al respecto. Efectivamente, tiene que haber sido muy poderosa la escuela si movilizó a millares de compatriotas a acompañar una guerra, a arriesgar sus vidas, a entender su pérdida y su dolor en función de una palabra vieja como el mundo: la patria, la tierra de los padres. ¿Podía esperarse otra cosa que lo que sucedió en 1982? Los jóvenes conscriptos que marcharon a Malvinas se nutrieron de valores patrióticos y republicanos que la escuela había consolidado por muchos años; la realidad de la dictadura no los desmentía. La represión como la conocemos hoy no era un secreto a voces; al mismo tiempo, tuvo distinta intensidad en los diferentes rincones de la república. Es otra reducción maniquea afirmar que apoyar la recuperación de las islas fue sinónimo de apoyo a la dictadura militar más sangrienta de nuestra historia. Sin embargo, la asociación entre unos y otros tiñe todavía hoy cualquier apelación a aquellas ideas y valores en nombre de los cuales esta sociedad envió a sus hijos a combatir. Dicho esto, también es necesario sostener que ninguna actuación en una guerra considerada justa por millares de argentinos exime a ningún militar de su participación en la represión ilegal de su propio pueblo. Esta operación, que los reivindicadores del Proceso de Reorganización Nacional hacen a menudo, también Testimonios para una crónica de las Islas en el aula. 7 debe ser desmontada. La escuela fue tan poderosa que tampoco dio lugar a las voces que se opusieron a la guerra, que advirtieron acerca de lo desproporcionado del gesto, de lo irresponsable de la medida. A favor o en contra de la guerra, maestros y maestras, profes de todo el país transitaron esos días, febriles en algunos rincones del país, sombríos en otros, haciendo esfuerzos por explicar a los más jóvenes, a los más chicos, qué era esto de la guerra. Los testimonios que aquí aparecen, probablemente confirmen esta certeza: no podemos aún hoy ubicar a Malvinas en ningún casillero de las respuestas fáciles. Transmiten perplejidades y convicciones, enunciadas por la misma persona. Funcionan como extraños fragmentos aún calientes de un país que los más viejos conocimos pero que definitivamente ya no es. Al mismo tiempo, muestran que “Malvinas” es un elemento convocante de la cultura nacional, aunque convoque a distintas imágenes, o despierte diferentes fantasmas. No es sólo la guerra lo que despierta cada vez que pronunciamos ese nombre: imágenes de nación, de comunidad, consciente o inconscientemente despiertan también al escucharlo. La idea central que reúne estos testimonios, sin embargo, es que la guerra de 1982 invita a pensar la cuestión de la responsabilidad social de los ciudadanos, en este caso ciudadanos maestros y en la construcción de una idea de comunidad nacional que debe ser revisada a la luz de la historia de las últimas décadas, pero que la nueva Ley de Educación Nacional nos obliga a sostener. Y para pensar en qué consiste esa comunidad hoy, Malvinas es una excelente puerta de entrada. Los docentes también tenemos una alta responsabilidad en la construcción de la memoria, a partir de la reflexión sobre un episodio que es vivido de diferentes formas, pero que para la mayoría de quienes lo actuaron es un sentimiento de desgarrado orgullo. Nos referimos a los soldados que combatieron en Malvinas, en primer lugar, como parte de su deber cívico, pues eran conscriptos. Aprendieron ese deber, se alimentaron de una serie de ideas de Nación, y las actuaron en muchos casos a costa de sus vidas, y en todos los casos, pagando un precio en su memoria. La escuela es poderosa, efectivamente. Vueltos a los cerros de Malvinas por obra de nuestra propia evocación, se nos ocurre que ese poder, también, debe concentrarse en la evocación reflexiva, que para Malvinas como para otros episodios de la historia argentina, puede ser la mejor forma de compromiso y homenaje.