10 de abril de 2022 02:36
Hugo Alconada Mon LA NACION
La diplomacia dura para enfrentar el diferendo de Malvinas no ha dado resultados que mejoraran la posición negociadora argentina; la construcción de confianza con los isleños es un camino inexplorado desde hace años
Las Islas Malvinas se acercan cada día un paso más a su declaración de independencia. Ganas no les faltan a los isleños. Si no lo han hecho ya es porque consideran que necesitan la protección de Londres, que les provee otros beneficios. Pero, ¿qué ha hecho la Argentina mientras tanto?
La guerra fue un error. Retrotrajo a la Argentina varios casilleros en los esfuerzos por recuperar el control definitivo de las islas. Nos retrotrajo cuando estábamos cerca, muy cerca. Pero desde 1982 resulta muy difícil, si no imposible, que ocurra. Resultará arduo lograr que los británicos entreguen tierras donde derramaron su sangre.
La guerra, además, les dio una épica a los isleños, que hasta entonces se preguntaban quiénes eran, cuál era su camino y cuál era su lugar en el mundo. Pero 1982 les ofreció la épica de la liberación del opresor.
Esa épica sigue hasta hoy. Hablan de “Falklander, primero; británico, después”. Y en momentos en que los inmigrantes representan cerca de la mitad de los residentes en las islas -divididos en partes iguales entre británicos y otras 60 naciones-, los isleños se definen aunque más no sea por la negativa, por lo que no quieren ser. Se reflejan en Ucrania frente a la Rusia invasora.
En ese contexto, ¿qué podemos hacer? ¿Endurecemos la retórica de alto consumo interno, pero que no nos acercó un centímetro a las islas durante veinte años? ¿Acaso los discursos del 2 de abril aportaron una solución o al menos una idea? ¿Redoblamos la apuesta? ¿Buscamos aplicar nuevas sanciones o procuramos reforzar el aislamiento de las islas y la presión internacional, empezando por el del Mercosur y países asociados? Hasta ahora no arrojó grandes resultados. No los afecta como “país” (y sepamos que sus habitantes así se refieren al territorio).
Pese a todos los esfuerzos argentinos, el producto bruto interno (PBI) de las islas creció de manera constante y sustancial durante las últimas décadas, su ingreso per cápita promedio es de los más altos del mundo, tienen sus cuentas en orden, no tienen inflación, se ilusionan con ser una puerta de entrada clave hacia la Antártida y si tienen un problema es que no pueden crecer tanto como podrían porque les falta mano de obra.
Acaso sea el momento de intentar la “diplomacia del ping-pong”.
En 1971, nueve jugadores estadounidenses de tenis de mesa viajaron a China, nación con la que Estados Unidos no tenía relaciones diplomáticas, escaso intercambio internacional y contactos magros desde la revolución comunista de 1949.
Por supuesto, hay diferencias obvias entre aquello y esto. Entre otras, que Estados Unidos y China no tenían una disputa directa de soberanía, además de que ambos países se reconocían mutuamente como tales. Pero también hay que recordar su contexto: aquel acercamiento se produjo en plena guerra de Vietnam y con Taiwán en el candelero.
Podemos pensar que ofrecerles a los isleños que Aerolíneas Argentinas se encargue de los vuelos desde y hacia el continente es una mano tendida en esa dirección. Pero, otra vez, hay que recordar el contexto.
Tras los “acuerdos de Comunicaciones” de 1971 que la Argentina firmó con el Reino Unido, la empresa LADE (Líneas Aéreas del Estado) montó vuelos regulares a las islas, mientras que YPF y Gas del Estado también pusieron un pie en las islas. Pero cuando tropas argentinas desembarcaron en Stanley -luego Puerto Rivero y después Puerto Argentino-, los militares dejaron claro a los isleños que tenían legajos personales de todos ellos con datos tales como sus afinidades políticas. Desde entonces, no hay quién les quite de la cabeza que algunos de los empleados LADE, YPF o Gas del Estado eran espías. Por eso, plantean, correr un riesgo similar, ahora con Aerolíneas Argentinas, les resulta inadmisible.
¿Y entonces, qué?
Acaso el politólogo estadounidense Joseph Nye Jr. pueda orientarnos, con sus conceptos de “interdependencia asimétrica y compleja”, “poder blando” y “poder inteligente”. ¿Qué puede aportar la Argentina desde lo cultural, lo deportivo, lo social, que ayude a tender puentes y bajar tensiones?
Si el ping-pong acercó a Washington y Pekín, ¿sería una locura pensar una exhibición de tenis en Puerto Argentino, por ejemplo? ¿Podría ser un amistoso entre Juan Martín del Potro y su amigo británico Andy Murray? ¿Y sumar luego una clínica para los más chicos? ¿Por qué no intentar algo similar con Los Pumas? ¿Sería posible un partido con un equipo conformado por isleños y militares de la base de Mount Pleasant, donde hay canchas de rugby? También podrían luego protagonizar una práctica abierta para los isleños.
Iniciativas de ese tipo podrían ser un paso inicial. También podría fomentarse un intercambio de alumnos de escuelas secundarias. Y el Estado argentino podría promover becas para que alumnos del continente estudien inglés en las islas en vez de viajar a Inglaterra o Irlanda.
Los ositos de Di Tella
Un escalón más complejo pasaría por la cooperación pesquera. Pero ya hubo acuerdos firmados en los 90, cuando el entonces canciller Guido Di Tella impulsó un giro que por momentos pareció frívolo -cómo olvidar los ositos de peluche-, pero que también mostró avances y oportunidades. No fue casualidad que uno de los miembros del entonces Consejo de Gobierno isleño le franqueara a Di Tella: “Los argentinos son más peligrosos cuando son más sensatos”, como recuerda su número dos, Andrés Cisneros. Aquella política se abandonó antes del cambio de siglo, durante el gobierno de Fernando de la Rúa, y la línea se endureció aún más al llegar el kirchnerismo. Es difícil saber qué hubiera pasado si se persistía en ese camino: suena evidente que una política de buena vecindad solo podría dar frutos palpables en el largo plazo.
¿Podríamos desempolvar esa cooperación pesquera? “¡Alentaríamos que abran sus alas!”, puede clamar alguno. Error. Eso ya es una realidad. El 60% de los ingresos de las islas proviene de las licencias pesqueras que entrega cada año. El problema es otro: entre el archipiélago y el continente hay una zona donde los pesqueros ilegales –en particular chinos- están depredando las reservas ictícolas. ¿Haremos algo?
Si la cooperación pesquera es ir demasiado lejos, acaso la médico-sanitaria sea otra opción en momentos en que las islas se encaminan a reabrir sus fronteras. El 4 de mayo levantarán la cuarentena obligatoria para quienes lleguen al aeropuerto de Mount Pleasant. Y en julio esperan retomar los vuelos regulares a Chile.
En ese contexto, ¿podría la Argentina ofrecer su cooperación ante cualquier complicación sanitaria? Hubo un tiempo en los ‘70 en que los isleños se atendían en un hospital de Comodoro Rivadavia. Hasta allí viajaban muchas mujeres para parir. Pero, ¿sabe el lector que cuando un residente en las islas requiere ahora atención médica compleja se atiende en la Clínica Alemana, el principal centro de salud privado de Chile? ¿Puede fomentarse un acuerdo similar con alguna entidad argentina?
La premisa, en suma, es fomentar lazos. No sería fácil. Habría que superar la desconfianza recíproca. Podrían cometerse errores. Habría avances y traspiés. Pero, ¿perdemos mucho con intentarlo? ¿Es posible buscar una tercera vía, acaso como suecos y finlandeses acordaron en las islas Aland? La construcción de puentes podría servir, aunque más no fuera, para fortalecer los argumentos argentinos ante la comunidad internacional.
Mis primeros días en las islas fueron ásperos. Los isleños no devolvían ni el saludo por la calle. No atendían los llamados. No acusaban siquiera recibo de los mails. Pero luego comenzaron a soltarse. Y para el final de la segunda semana de estadía, incluso me saludaban cuando me veían correr, a las 8 de la mañana, por las ventosas calles de la ciudad.
¿La “diplomacia del ping-pong” es lo ideal? No.
¿Significa abjurar de nuestras convicciones? Tampoco.
¿Conlleva traicionar a quienes dieron -o estuvieron dispuestos a dar- su vida por las islas en 1982? ¡Jamás!
¿Es un comienzo? Puede serlo.
¿Qué perdemos con intentarlo? Si la respuesta es que si mostramos un rostro más amigable dejaremos de ser una amenaza que los obligue a buscar la protección del Reino Unido y que, por tanto, podríamos alentar su declaración de independencia, entonces estaremos confirmando su peor visión de nosotros. Esa que quiere encasillarnos como la Rusia de América del Sur.