Viajar a Malvinas para sentir: la historia de Aylen, la mujer que convirtió la memoria en destino

Desde Ushuaia hasta Puerto Argentino, Aylen recorre un territorio que siente propio. Su historia revela cómo Malvinas sigue viva en la Patagonia y por qué conocerlas se vuelve una urgencia.

POR www.rionegro.com.ar – 01/12/2025

El cementerio argentino de Darwin, una visita conmovedora. Instagram, @aylen.mauricio y en YouTube Aylen Mauricio.

En la Patagonia austral, Aylen Mauricio aprendió temprano que Malvinas no era una fecha del calendario ni un capítulo perdido en un manual escolar, era un pulso vivo, un fuego que se transmite y no se apaga. “Soy malvinera”, dice sin rodeos, con esa claridad que en Tierra del Fuego muchos llevan como identidad. La pertenencia nació en su infancia, entre vigilias de abril y relatos que estremecen. Creció con ese latido y lo siguió hasta ahora, cuando decidió cruzar, caminar esas calles, guiar a otros y vivir Malvinas desde adentro, sin perder la pisada.

Para Aylen, nacida en 1983, las vigilias son una herencia. Cada primero de abril, a las diez de la noche, cuando el otoño austral ya muestra los dientes, la plaza Malvinas de Ushuaia empieza a llenarse de un modo que solo entiende la Patagonia. Veteranos, familiares, integrantes de las fuerzas, chicos de secundaria con los termos llenos. “Es hermoso verlos. En vez de ir al boliche, se organizan entre ellos y van a la vigilia. Llevan mate, se abrigan como pueden y están ahí, firmes. Eso me emociona siempre”, dice.

La escena culmina a la medianoche: se baja la bandera que flameó todo el año y se iza una nueva, que acompañará los próximos doce meses. Es una forma de decir que la causa sigue viva.

Por las calles de las islas donde dice haber encontrado paz, memoria y contradicciones.

Río Grande, es capital nacional de la Vigilia, esa tradición nació a principios de los noventa, cuando todavía pesaba el silencio impuesto a los que volvieron de la guerra. Un par de veteranos se juntaron, y brindaron por los que ya no estaban. Al año siguiente se sumaron las esposas. Luego los vecinos. El fuego corrió rápido y ya nada fue igual. Tal vez por eso, cuando ella dice que es malvinera, lo hace desde un lugar sencillo, cotidiano, casi doméstico: “Acá crecimos así”.


Un viaje a las islas


La primera vez que pensó en viajar a las islas fue en 2014. No tenía un plan, pero sí una certeza: “Es parte de mi provincia; si las Malvinas estuvieran administradas por Argentina, sería territorio fueguino”. El impulso fue natural, pero sabía que debía prepararse. “Iba a escuchar el otro lado de la historia”.

Lo que no imaginó fue que entrar sería más fácil de lo que creía. No hubo malos tratos, ni miradas de desconfianza. “Puede sonar polémico, pero ellos ganaron la guerra. Después del 14 de junio del 82 se dieron vuelta y se abrieron al mundo. Tienen un nivel de vida que nosotros no podemos imaginar. Para ellos, mientras vayas con respeto, sos un turista más. Nada más”, relata.

Ese descubrimiento la descolocó. Y en vez de alejarla, la volvió a llevar. Viajó sola, varias veces, cada vez con un nuevo recorrido y una nueva pregunta. En los últimos años, su viaje sumó otra dimensión: su trabajo como creadora de contenido. En Instagram y YouTube comenzó a mostrar la vida cotidiana en Tierra del Fuego, la Antártida y las islas del Atlántico Sur. Y, claro, Malvinas.

Aylen creció escuchando relatos de Malvinas.

“Me sorprendió el interés. Y también lo poco que se sabe. Cosas que para mí eran obvias porque ya había ido varias veces. Pero no, hay mucha desinformación sobre cómo es vivir, sentir o simplemente caminar ahí”.


Un museo mínimo y enorme


En una de esas idas descubrió un pequeño museo rural: apenas un medio caño perdido en una estancia. Un espacio diminuto donde los lugareños guardan objetos argentinos dispersos tras la guerra: cantimploras, ollas, cascos, papeles, restos de ropa, insignias.

Dudó antes de preguntar lo que le quemaba la lengua: “¿Esto lo guardan como un botín de guerra?”, le dijo a la estanciera que la miró con una mezcla de sorpresa y ternura: “No, esto es nuestra historia también”.

Ahí, sintió algo parecido a la paz. “Un veterano podría entrar y reconocer sus propias cosas”, dice. La escena la desbordó. “Lloré como marrana. Era tener la historia enfrente, pudiéndola hasta oler. No toqué casi nada, pero el lugar, el silencio, eso te atraviesa. Es muy fuerte”.

Para Aylen, criada entre vientos y fríos, hay algo familiar en la geografía, la estepa, el coirón que cruje, el cielo bajo. Pero el contraste es brutal: los canteros blancos, los rostros anglosajones, el tránsito invertido, los carteles en inglés.

Es un pueblo de 3.200 o 3.400 habitantes, sin nada alrededor.

Es un pueblo de 3.200 o 3.400 habitantes, sin nada alrededor. Un solo vuelo por semana conecta con el continente. Internet débil, nada de compras online. Un salto al pasado, “parece que estás en los 80”.
Pero también, y acá vuelve la contradicción que la acompaña en cada viaje, un nivel de vida altísimo. “Tienen 1.5 vehículos por persona. Land Rover por todos lados. La escuela es hermosa, el hospital es de otro nivel. Usan energía eólica, tienen planificación urbana, conciencia ambiental. Es difícil procesarlo como argentina”.

Las conversaciones con los isleños llegan con matices. Para ellos, los argentinos “invadieron” en 1982 y les rompieron la vida tranquila. Ese relato existe. Pero también pasaron 43 años, hay nuevas generaciones, nuevas rutinas. Y un dato que sorprende: los ingleses ya son minoría. “Hoy conviven más de ochenta nacionalidades: chilenos, filipinos, zimbabuenses, peruanos. Mano de obra que llegó por la pesca, el petróleo, las ovejas, el turismo”.

Para ella, Malvinas no es turismo. “Uno no va de vacaciones, es muy sentido. Aunque no tengas familiares que hayan peleado, te atraviesa el ADN.” Ir al cementerio argentino de Darwin es “arrodillarse, agradecer, hacer una oración. Eso te transforma. Todos los argentinos deberían vivirlo. Creo que conocer las islas es urgente”. Lo repite varias veces, lo cree profundamente. “No se ama ni se defiende lo que no se conoce”, dice, y la frase cae como bomba.

El cementerio argentino de Darwin, una visita conmovedora.

Habla inglés, viaja sola, pero insiste: cualquiera puede ir. El español es segunda lengua. Y para ella, las tensiones, a veces, aparecen en algo básico como nombrar. “Allá no puedo decir Puerto Argentino, no saben qué es, pero tampoco puedo decir Stanley, me duele. Por eso, uso palabras neutras: el pueblo, las islas”.

A veces, presentar pasaporte para entrar a las islas donde murieron argentinos duele. Lo entiende, lo siente y lo respeta. Pero también cree que hay otra forma de honrar: “Para mí, caminar ese territorio es como caminar por casa. Soy patagónica y siento que estar ahí, de pie, agradeciendo a nuestros héroes, vale”.


Detalles de un viaje a Malvinas


Viajar a las Islas Malvinas es caro para los argentinos porque los gastos se pagan en libras y los vuelos se cobran como tickets internacionales. Para abaratar costos, organiza salidas grupales mensuales de una semana, con un itinerario básico que incluye aéreo, seguro, traslados y actividades por 3.500 dólares. Los grupos son de 8 y 12 personas.

El viaje no es un paquete turístico tradicional: Aylen lo define como una experiencia “sentida”, vinculada a la memoria y la causa Malvinas. Recibe consultas de viajeros de todo el país y ya tiene grupos confirmados para diciembre y enero. Difunde información y detalles en su cuenta de Instagram, @aylen.mauricio y en YouTube Aylen Mauricio.

Llegan muchos fanáticos de los pingüinos rey.

Turismo, pingüinos y guerra A Malvinas llegan cruceros que siguen ruta hacia la Antártida; llegan fotógrafos de fauna silvestre; fanáticos de los pingüinos rey, unas colonias gigantes; llegan pescadores. Y, sobre todo, argentinos que hacen un recorrido distinto: los campos de batalla, los cerros, los sitios donde estuvieron sus soldados. Ellos lo llaman “turismo de guerra. Para nosotros, no lo es».

En gastronomía, nada se parece a aquí. Aylen se ríe cuando lo recuerda: “Desayunan tremendo. Bacon, huevo, porotos mi hígado pedía auxilio”. Después, cenan a las seis de la tarde. La mayoría de la comida es enlatada o congelada, a las islas llega muy poca comida fresca.

La voz se le enciende cuando Aylen habla de Malvinas, el tono se llena de algo que no es euforia ni nostalgia: es amor, dolor y claridad. No es impostado ni declamativo, es corporal. “Perdón, me pongo muy apasionada”, dice pero no pide perdón de verdad, sostiene viva una memoria que en el sur nunca se apagó. Por eso sus palabras viajan tan lejos y llegan a tantos.