90lineas.com / de Carlos Altavista 28 de junio de 2022
En junio de 1806, hace 216 años, el imperio británico quiso anexionarse la colonia española del Río de la Plata. Fracasó merced a la resistencia de un grupo de “patriotas” y de las milicias populares que comenzaron a formarse a raíz de esa invasión. Pero durante más de un mes y medio dominaron la ciudad. En junio de 1807 lo intentaron nuevamente con 12.000 hombres: el fracaso fue estrepitoso. En esas jornadas comenzó a germinar el espíritu independentista de “toda dominación extranjera”
Entre los años 1702 y 1808, durante los cuales mantuvo seis conflictos armados con Inglaterra, el imperio español descuidó sus colonias en América del Sur. Un dato es elocuente al respecto: “El último regimiento de infantería llegado a Buenos Aires desde Burgos lo hizo en 1784” (www.elhistoriador.com)
Cuando amanecía el siglo XIX, hacía décadas que la corona británica contaba con la armada más poderosa del mundo, la cual había destrozado a la alianza franco-española en la emblemática batalla de Trafalgar, desarrollada el 21 de octubre de 1805 frente a las costas españolas de Cádiz. No obstante, tras la derrota, Napoleón Bonaparte optó por hacerse más fuerte aún en el continente europeo. Así las cosas, el dominio quedó -a grandes rasgos- dividido en dos: las tierras continentales para Francia y el Atlántico para Inglaterra.
¿Y España? Quedó debilitada. Y, como dijimos, había dejado a sus colonias americanas a la buena de Dios.
En tal contexto, el imperio británico tuvo que salir a buscar mercados y materias primas lejos de una Europa que, de la mano de Napoleón, le era hostil.
Fue así que el 25 de junio de 1806, envalentonados luego de haber tomado la colonia holandesa de Cabo de Buena Esperanza, en África, 1.600 marinos ingleses bajo el mando del brigadier general William Carr Beresford y del comodoro Home Popham desembarcaron en las playas de Quilmes y subieron en dirección a Buenos Aires.
Para sorpresa de los propios invasores, la misión se transformó en un paseo. En cuestión de horas ocuparon la Plaza de la Victoria (actual Plaza de Mayo), fueron recibidos con manjares por muchos de los grandes comerciantes porteños que, con tal de hacer buenos negocios, jugaban con España, con Inglaterra o con quien sea, y rápidamente tomaron medidas como decretar la libertad de comercio para favorecer los planes de la corona.
El virrey Rafael de Sobremonte y parte de la administración española se retiraron a Córdoba con el tesoro real (enciclopediadehistoria.com).
Desde ese momento, Buenos Aires estuvo bajo dominio británico durante 46 días.
La clase dominante porteña, años después, fue la que se negó a hablar de Independencia de la mano de Bernardino Rivadavia en su rol de secretario del Primer Triunvirato, así como la que le dio la espalda a San Martín y Belgrano y mató por la espalda a Güemes en medio de la revolución independentista.
Los oficiales ingleses alternaban con las principales familias porteñas y se alojaban en sus casas, donde se sucedían las fiestas en homenaje a los invasores. Era frecuente ver a las Sarratea, las Marcó del Pont, las Escalada, paseando por la alameda (actual Leandro N. Alem) del brazo de los ‘herejes’ (www.elhistoriador.com)
Lo que Beresford y Popham no sabían era que esos funcionarios y comerciantes sin ideales eran poderosos pero minoritarios. El comerciante Martín de Álzaga financió la formación y el entrenamiento de milicias junto con Juan Martín de Pueyrredón. Y Santiago de Liniers, en ese entonces al mando del fuerte de la Ensenada de Barragán, se fue a Montevideo para organizar la reconquista de Buenos Aires.
Los pobres del virreinato, de a miles, comenzaron a conformar milicias populares. Las tropas regulares españolas habían claudicado.
Santiago de Liniers desembarcó con mil soldados en el puerto de Las Conchas (hoy Tigre) el 4 de agosto de 1806. A ellos se unieron los milicianos, totalizando así unos 4.000 hombres. El 12 de agosto ingresaron en Buenos Aires y acorralaron a los británicos, quienes se rindieron.
La debilidad del imperio español quedó en evidencia, lo cual provocó un cambio sensible en la población en general y en aquellos ilustrados que tenían por objetivo supremo la independencia total de estas tierras. Así, el desarrollo y desenlace de las invasiones inglesas fueron el puntapié inicial de la Revolución de Mayo de 1810.
Contó la historiadora Florencia Oroz (UBA): “El inicio de la Revolución de Mayo hay que buscarlo en la resistencia a las invasiones inglesas de 1806. En ese momento se conformaron las primeras milicias populares que, con los años, fueron creciendo en número de integrantes, entrenamiento y organización (…) El 25 de mayo de 1810 contaban con 8.500 miembros sobre una población de menos de 40.000 porteños” (ver nota La historia no oficial del 25 de Mayo de 1810).
Todos los habitantes de la capital se transformaron en milicianos. Liniers permitió que cada hombre llevara las armas a su casa y puso a cargo de cada jefe las municiones de cada unidad de combate (www.elhistoriador.com)
“Luego de la reconquista, un Cabildo abierto decidió entregar el poder militar a Santiago de Liniers e iniciar la organización de milicias urbanas que estuvieran en condiciones defender la ciudad ante la posibilidad de nuevos ataques”.
“Ante el temor de una nueva invasión, el pueblo comenzó a organizarse -nos cuenta Felipe Pigna-. Los nacidos en Buenos Aires formaron el cuerpo de Patricios, en su mayoría eran jornaleros y artesanos pobres. Los del interior, el cuerpo de Arribeños, porque pertenecían a las provincias ‘de arriba’, compuesto por peones y jornaleros. Los esclavos e indios, el cuerpo de pardos y morenos. Por su parte, los españoles se integraron en los cuerpos de gallegos, catalanes, cántabros, montañeses y andaluces. En cada milicia, los jefes y oficiales fueron elegidos por sus integrantes en forma democrática” (…) Entre los jefes electos se destacaban algunos jóvenes criollos que accedían por primera vez a una posición de poder y popularidad, como Cornelio Saavedra, Manuel Belgrano, Martín Rodríguez, Hipólito Vieytes, Domingo French, Juan Martín de Pueyrredón y Antonio Luis Beruti, entre otros”.
El estrepitoso fracaso de la Segunda Invasión
El 28 de junio de 1807, un total de 12.000 marinos ingleses llegaron a Buenos Aires bajo el mando del general John Whitelocke. Intentaron bajar en Quilmes, como lo habían hecho un año antes, pero ya se toparon con el primer síntoma de que algo había cambiado: fueron repelidos.
Entonces bajaron hasta el puerto de la Ensenada de Barragán. Tuvieron que atravesar los vastos humedales, subir el albardón (que tenía una traza similar a la de la actual AU La Plata-Buenos Aires) y encaminarse hacia la capital del Virreinato por tierras altas.
Al llegar, se encontraron con 8.600 hombres armados y cada vivienda convertida en un fuerte militar. Aquel paseo de 1806 esta vez fue un auténtico infierno. Les disparaban desde el interior de las casas o desde las azoteas, que además se convirtieron en el lugar donde hombres, mujeres y hasta niños tiraban piedras y agua y aceite hirviendo.
Sin poder llegar a la Plaza de la Victoria y con numerosas bajas, las fuerzas invasoras se rindieron. El acuerdo de rendición incluía la liberación de la ciudad de Montevideo.
“Esperaba encontrar una gran porción de habitantes preparados para secundar nuestras miras. Pero resultó ser un país completamente hostil”, dijo el general John Whitelocke en su defensa, cuando lo enjuiciaron en Inglaterra en 1808. De nada le sirvió.
El fallo del juicio decía en un párrafo: “(Que) el teniente general Whitelocke sea dado de baja y declarado totalmente inepto e indigno de servir a Su Majestad en ninguna clase militar (…), para que sirva de eterno recuerdo de las fatales consecuencias a que se exponen los oficiales revestidos de alto mando que, en el desempeño de los importantes deberes que se les confían, carecen del celo, tino y esfuerzo personal que su soberano y su patria tienen derecho a esperar de ellos”.